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Un deseo personal para el nuevo año, aunque sé que no va a cumplirse. Lo expreso de la mano de este párrafo demoledor y cargado de razón de Saramago. Lo incluyo aquí y ahora por ninguna razón en particular y por todas en general.
Una cuestión formal primero. O no tan formal. De nuevo, me da por pensar que es verdad: los puntos y aparte no existen realmente. Por eso el portugués no los utiliza. Son una metáfora de nuestra existencia. Nos los inventamos, como hicimos con Dios, sólo para cambiar de tema cuando nos apetece (aunque el tema siga estando ahí, en alguna parte) y para engañarnos a nosotros mismos con una extraña dictadura del orden y la esperanza. Orden y esperanza que en realidad tampoco existen, frente al caos, porque somos incapaces de ordenarnos libre y adecuadamente sin dioses, políticos y dictaduras (aka democracias actuales); y la esperanza no sirve de nada si carece de cimientos, como un adecuado sentido de la moral y de la justicia y el compromiso inquebrantable e indefinido con ellas.
De la misma manera que somos incapaces, y ya entro en el texto de Saramago, de ser honestos, solidarios y justos. Aunque... ¿cuánto hay de incapacidad (¿bienintencionada?) y cuánto de libre albedrío (sección maldad y derivados) en todo lo dicho?
Por cierto, la última pregunta de Saramago en este artículo creo que es bastante retórica, aunque él no quiera confesarlo de forma explícita, porque sus penúltimas experiencias en torno al amor y la muerte han hecho que le aparezca cierto acné optimista en los últimos tiempos. No es grave. Le perdono. Siempre me parecerá moral y humanamente guapo. Pero, contestando a esa última pregunta del texto de si es posible todavía "una insurrección de las conciencias libres", más que imposible, yo diría que es altamente improbable. ¿Razones? No voy a repetir todo lo dicho. Que lo diga Saramago, que lo dice mejor:
insurrección
conciencias
"En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros “descubridores” europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno. Esas puerta siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias serían permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos. Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu. Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aun más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que solo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: “No lo sabia”, pero es inaceptable que digamos: “Prefiero no saberlo”. El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera una elección entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella. Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye para esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o solo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos solo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: '¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?'. Una insurrección de las conciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?".
"En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros “descubridores” europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno. Esas puerta siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias serían permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos. Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu. Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aun más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que solo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: “No lo sabia”, pero es inaceptable que digamos: “Prefiero no saberlo”. El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera una elección entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella. Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye para esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o solo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos solo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: '¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?'. Una insurrección de las conciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?".
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Fuente: Steinberg For Congress
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.Traducción de la caricatura (de izquierda a derecha):
"Aquí tiene, señora. No se lo gaste todo de una vez...", "...¡Todos hemos contribuido!...", "...No es necesario que nos lo agradezca...", "...Nos encanta ayudar...", "...Mientras no lo malgaste...", "...Pero no lo convierta en un hábito, ¿vale?..."
Abajo: Príncipe de Mónaco: "¡Yo ya he puesto mi granito de arena por Africa!"
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3 comentarios:
Me he identificado con la mayor parte de tus palabras y de las que has tomado prestadas, ideas que de una forma u otra he pensado yo mismo en algún momento: al menos internet puede servir para saber que no estamos solos contra el mundo.
Y coincido con tu diagnóstico: posible, pero improbable. Porque no basta el acto de negar, siempre necesario, y quiero pensar que bastante extendido: hace falta disponer de una alternativa, cada vez más vasta y más compleja, con la que podamos sustituir la cruda y antiquísima realidad, y un actor colectivo, unido por lazos de solidaridad, para ponerla en práctica. El futuro puede ser una trampa (como Saramago, me considero antiprogresista), pero estamos obligados, a pesar de todo, a convertir al tiempo en nuestro aliado.
Exacto. Tenemos el diagnóstico. Necesitamos buenos cirujanos e instrumentos quirúrgicos. Como dice Saramago, la izquierda está muerta. Hay que concebirla, gestarla, parirla, presentarla en sociedad, tratar de que todos la quieran y, sobre todo, protegerla de las garras de la derecha. Sinceramente, hace mucho que dejé de creer en el diálogo con la derecha, con el capitalismo. Es hablar con un asesino que sigue dispuesto a matar.
Por tanto, todo es, si cabe, más irrealizable bajo mi perspectiva. Nadie lo siente más que yo.
Excelente el discurso de Saramago, Africa que dentro de poco pone los ojos del mundo sobre si para exaltar a manera de presunción que aun con toda la barbarie que han pasado sus habitantes a traves de la historia, levantan la mano para decir "somos parte del globo terraqueo", aunque no lleguen a la fiesta con el mejor traje, y solo cubran sus problemas con la pintura de la apariencia, ¿a que realidades tan devastadoras nos enfrentamos?
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