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Mi padre nunca me castigó. Jamás. Sé que resulta muy difícil de creer, pero es así. Nunca hubo un domingo sin paga, ni tampoco un "este fin de semana no sales", ni siquiera una leve colleja merecida o inmerecida. No me castigó siendo niña, tampoco en plena adolescencia, y desde luego nunca lo ha hecho en la edad adulta (si es que he llegado a ser adulta). De ninguna manera. Y no es que yo haya sido un angelito precisamente. Nada de eso. Ni zalamera. Ni siquiera medianamente afectuosa. Y al igual que casi todos los niños y adolescentes, alternaba los momentos de buen comportamiento con aquellos de capricho, rebeldía y/o sublevación. Pero nada, mi padre no me castigaba. Siempre obtenía a cambio esa mirada condescendiente y hasta sonrisas, ora tiernas, ora burlonas. Él todo lo resolvía dialogando, pacificando, ignorando los actos reprobables, dulcificando el conflicto, amordazándolo con palabras, nunca con castigos, aunque éstos pudieran antojarse a priori, dosificados y bien empleados, como el instrumento más justo, efectivo y natural.
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Esta realidad siempre me ha resultado desconcertante, en ocasiones frustrante, y, si me apuráis, deseducativa, he llegado a pensar. Hasta el punto que, a veces, yo misma provocaba conscientemente situaciones susceptibles de castigo. Pero ni así.
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Por eso son muchas las preguntas que me han asaltado al respecto de esta circunstancia insólita: ¿acaso es un experimento de mi progenitor?, ¿será que simplemente soy la niña de sus ojos?, ¿qué debería haber dicho o hecho, qué he de decir o hacer (sin caer en lo delictivo) para que me castigue?, etc. Y otras muchas preguntas las que le he planteado a él, obteniendo siempre respuestas evasivas, no concluyentes, insuficientes.
Creo que es el mejor ejemplo que conozco de amor incondicional. Pero... ¿cuánto de justicia e injusticia hay en el amor incondicional?. ¿Es una forma de obsesión que nos arrastra hasta la subjetividad y la irracionalidad más absolutas o, como decía Gandhi, ante un mundo saturado de odio, falsedad e irracionalidad, negador de la compasión y la tolerancia, sólo el amor incondicional es y siempre será la más subversiva, pacífica y compasiva de las militancias?
Mi padre (11 de octubre de 1968)
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El amor incondicional es el que se profesa sin esperar nada a cambio. Se puede decir que su origen está en el agape griego (αγάπη), altruista y, curiosamente, de carácter reflexivo (a largo plazo), en el que uno se desprende de sí mismo y sólo tiene en cuenta al ser amado. Es totalmente diferente (contrario) al que destila el Ars Amandi del romano Ovidio, regido por la líbido y definido por el impulso de carácter sensual que aspira al goce material y al logro erótico definitivo y absoluto; y contrario al eros, amor egoísta que busca poseer al otro. El agape o amor incondicional es más bien el definido por Platón: universal, humano, que busca la verdad. Es ese hombre que regresa a la caverna, ciegamente, irracionalmente, olvidándose de sí mismo, para liberar a los prisioneros de sus cadenas, alejarlos de las sombras y llevarlos a la luz. Emplea un proceder irracional para lograr el propósito más racional: la verdad-felicidad.
El cristianismo original, misionero, es amor incondicional: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Juan 13,34) y "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Levítico 19,18). Trasciende el sentimiento, mostrándose con fuertes connotaciones espirituales. También lo es el Mettā budista, amor desprendido que aleja del egoísmo, los deseos y la hostilidad, y acerca a un estado pacífico y feliz. Es el amor más puro, libre de las emociones perturbadoras, que nos producen sufrimiento a nosotros y a los demás.
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Del inquietante y omnipresente San Agustín puedo recoger su ya manida "la medida del amor, es amar sin medida". Pero, sobre todo, resumiré su pensamiento al respecto con una frase contundente, como todo él: "dadme otras madres y cambiaré el mundo". Es decir, en la educación con amor incondicional está el gran cambio de la Humanidad.
El siglo XVII es especialmente rico en teorías y concepciones sobre el amor incondicional, ejemplificadas en el amor a Dios, desde el punto de vista del cristianismo protestante. Baruch de Spinoza (Ética demostrada según el orden geométrico) ofreció una definición que puede encuadrarse en los requerimientos de las ciencias humanas: "El que imagina aquello que ama afectado de alegría o tristeza, también será afectado de alegría o tristeza". Su idea es la de un amor intelectual y espiritual que persigue el conocimiento absoluto, la consecución de la libertad, la salvación del ser humano.
Blaise Pascal (Discurso sobre las pasiones del amor) decía que es inevitable amar, pues "nacemos con un carácter de amor en nuestros cuerpos que se desarrolla a medida que el espíritu se perfecciona (...), da entendimiento y se sostiene por el entendimiento". Pasión y reflexión se oponen pero no amor y razón: "No excluyamos pues la razón del amor ya que son inseparables", pues existen verdades de la razón y verdades del corazón.
Para Gottfried Leibniz, "amar es encontrar en la felicidad de otro tu propia felicidad". Es también una idea de amor incondicional, porque el verdadero amor conoce y descubre, y los intereses que persigue tienden al bien y no al placer egoísta ni al provecho mezquino basado en la manipulación del otro. Ese amor puede ser el mejor sostén de la razón.
Para estos tres humanistas del XVII, ese amor de carácter incondicional es un fenómeno que embellece y perfecciona el alma y contribuye a elevarla.
Ya en el siglo XX, el psicólogo Carl Rogers decía que se debe mostrar amor incondicional hacia los niños, ya que si éstos no se sienten aceptados incondicionalmente van a verse obligados a generar conductas para serlo. Y como todo ser humano tiene derecho a la aceptación incondicional, si no la ha disfrutado, ha de facilitársele para re-construir su vida. Porque la persona amada y libre tiende a ser congruente, a tener buena autoestima, a tomar decisiones partiendo del presente, a guiarse por su propia experiencia y a funcionar óptimamente.
Y en mi particular recorrido por esta desazón personal, quiero concluir con el principal valedor de la misma: Mahatma Gandhi. En sus Reflexiones sobre el amor incondicional, recopiladas por Miguel Grinberg, dice (y dice bien) que las naciones están gobernadas por una ley diferente a la que gobierna a las familias. Por eso los libros de historia no hablan del amor incondicional de un padre a su hijo. La historia simplemente se contenta con dar fe de las interrupciones de las cosas. Es algo muerto, no habla del amor, y "donde no está presente el amor no existe vida".
“Si queremos enseñar una paz verdadera en este mundo, y si tenemos que continuar una auténtica guerra contra la guerra, debemos empezar por los niños. Si les permitimos crecer en medio de su ingenuidad natural, no tendremos que librar más batallas; sino que iremos del amor al amor y de la paz a la paz, algo de lo que el mundo está hambriento.
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“Si el amor no es la ley de nuestro ser, todos mis argumentos se hacen añicos”.
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(Mahatma Gandhi, Reflexiones sobre el amor incondicional.)
La utopía social de Gandhi nunca ha sido tal utopía en mi casa, con mi padre. Él me ha demostrado que una forma pequeña e inocente de contemplarla, de trabajarla, edifica realidades, construye mejores personas. La historiografía nunca recogerá esta clase de experiencias, pero yo doy fe de una de ellas en este blog, aunque sólo sea como homenaje a mi Mahatma ("alma grande") particular.
Y sin embargo, sigo desconcertada.
Por cierto, amo a mi padre, incondicionalmente.
"Manos", de Jesús Gómez.
"El más pródigo amor le fue otorgado.
El amor que no espera ser amado."
(Jorge Luis Borges)
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