domingo, 20 de diciembre de 2009

EN LA SUBASTA DE LAS ZAPATILLAS RUBÍES

sociedad deshumanizada
Me lo preguntan. Les digo que ya me retiré de la subasta de las zapatillas rubíes de Dorothy. Supongo que de vez en cuando miro a ver cómo transcurre, por curiosidad. Pero hace tiempo que dejaron de gustarme las zapatillas rubíes, a lo mejor porque nunca serán nuestras, nunca serán mías. Tampoco van conmigo, ¿para qué las quiero? ¿Otro fetiche? No, gracias. Aún así me gusta la historia y seguiré mirando desde la distancia, observando cómo el público y los pequeños pujadores continúan soñando con esas zapatillas que nunca tendrán. Mirarles es un autocastigo. Pero creo que si dejo de mirarles sufriré más. Mientras, caminaré con sandalias masai, son más como yo, peregrinas...

"Los pujadores que se han reunido para la subasta de las zapatillas mágicas se parecen poco a la muchedumbre habitual de nuestra sala de ventas. Los Subastadores han hecho mucha publicidad del acontecimiento y están preparados para lo que venga. La gente rara vez se atreve a salir de casa actualmente; sin embargo, y con razón, los Subastadores creen que este lote nos inducirá a abandonar nuestros búnkers. Se prevé mucho entusiasmo. En consecuencia, además de los servicios normales para comodidad y seguridad de las personas más notables, se han colocado escupideras de bronce especialmente grandes para uso de los físicamente enfermos; en confesionarios góticos estratégicamente situados se han instalado equipos de psiquiatras de diversas disciplinas para aconsejar a los enfermos del alma. 

La mayoría de nosotros estamos hoy enfermos. 

No hay curas. Los Subastadores han puesto un límite. Los curas están en otros edificios cercanos, que les son familiares, confiando en poder tratar todo efecto secundario psíquico, todo exceso de locura.

(...) Mirad: detrás de un vidrio a prueba de balas, las zapatillas rubíes centellean. No conocemos los límites de sus poderes. Sospechamos que esos límites no existen. 

(...) El culto de las zapatillas rubíes está en su apogeo. Un baile de disfraces está en plena animación. Hay una gran oferta de magos, leones y espantapájaros. Se abren paso con los codos para tener un sitio, pisándose mutuamente los pies. Hay escasez de Leñadores de Hojalata a causa de la especial incomodidad del traje. Las brujas aguardan su momento en los balcones y las galerías de la Gran Sala de Subastas, gárgolas vivas con posibilidades, en muchos casos, de obtener muchos puntos. Una de las esquinas está ocupada totalmente por Totós, varios de los cuales copulan con entusiasmo, lo que obliga a un portero de guantes de goma a separarlos a fin de evitar el escándalo público. Lo hace con mucha delicadeza y tacto.

Nosotros, el público, nos ofendemos fácil, mortalmente. Hemos llegado a considerar la ofensa como un derecho fundamental. Valoramos muy pocas cosas más que nuestra rabia, que, en nuestra opinión, nos da un alto soporte moral. Desde ese alto soporte podemos disparar contra nuestros enemigos, causando muchas bajas. Nos enorgullecemos de nuestra escasa tolerancia. Nuestra cólera nos eleva, nos trasciende.

(...) Las oportunidades de encontrar lo auténticamente milagroso son limitadas en nuestro universo nietzscheano y relativista. Los filósofos conductistas y los científicos cuánticos se amontonan en torno a las zapatillas mágicas. Toman notas indescifrables.

Exiliados, personas desplazadas de todas las clases, incluso vagabundos sin hogar han venido a echar una ojeada a lo imposible. Han surgido de sus agujeros subterráneos y desafiado los bazookas, la banda de uzis armados ciegos de crack o de caballo o de coca, los traficantes, los atracadores.
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Los vagabundos llevan ponchos de yute malolientes y escupen ruidosamente en las macetas de yucas gigantes. Agarran puñados de canapés de las bandejas que llevan las manos soberbias de restauradores de primera categoría. Comen sushi con cantidades impresionantes de salsa wasabi, a cuyos efectos inflamatorios parecen impunes las entrañas de aquellos vagos. Se llama a los equipos P.A.L.O. y, tras una breve batalla, con utilización de balas de goma y dardos sedantes, se elimina a los vagabundos, se los deja inconscientes a golpes y son sacados de allí. Se los depositará a cierta distancia, fuera de los límites de la ciudad, en esa tierra de nadie humeante, rodeada de inmensas vallas publicitarias, en la que ya no nos aventuramos. Los perros salvajes se congregarán a su alrededor, impacientes por el almuerzo. Son tiempos despiadados.

En la subasta hay refugiados políticos: conspiradores, monarcas destronados, facciones derrotadas, poetas, jefes de bandidos. Esos personajes no llevan ya las boinas negras, gafas de culo de botella y capas envolventes de antaño, sino que adoptan actitudes resplandecientes con chaquetas de seda a cuadros y pantalones de talle alto, de alta costura japonesa. Las mujeres visten chaquetillas de torero con reproducciones en lentejuelas de grandes obras de arte. Una beldad exhibe un Guernica en la espalda, mientras que varias otras llevan escenas centelleantes de Los desastres de la guerra. Por incandescentes que sean con sus trajes de luces, las refugiadas políticas no pueden eclipsar a las zapatillas rubíes y se reúnen con sus compañeros masculinos en pequeños grupos siseantes, que lanzan periódicamente imprecaciones, bolitas de papel marcado o embebido en tinta y flechas de papel, a través del salón, a los grupos de emigrados rivales.

Los guardas, en las salidas, restallan distraídamente sus látigos y los políticos se portan bien.
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Veneramos las zapatillas rubíes porque creemos que pueden hacernos invulnerables a las brujas (y hay tantas hechiceras que actualmente nos persiguen); por sus poderes para invertir la metamorfosis, su afirmación de un perdido estado de normalidad en el que casi hemos dejado de creer y al que las zapatillas nos prometen que podemos regresar; y porque relucen como el calzado de los dioses.

Por el liberalismo extremado de algunos de los Subastadores, que aducen que una sala de subastas civilizada debe ser una iglesia amplia, abierta, tolerante, se ha dejado entrar a fundamentalistas religiosos, que critican el fetichismo de las zapatillas. Los fundamentalistas han manifestado abiertamente que sólo están interesados en comprar el calzado mágico para quemarlo, y ello, en opinión de los Subastadores liberales, no es un programa reprensible. ¿Qué vale la tolerancia si no se tolera también al intolerante? «El dinero insiste en la democracia», reiteran los subastadores liberales. «Dinero es siempre dinero.» Los fundamentalistas fulminan desde cajas de jabón construidas de madera especial y bendita. No les hacen caso, pero algunos personajes de edad presentes hablan agoreramente de que han conseguido introducir una cuña.

(...) Gracias a la infinita generosidad de los Subastadores, cualquiera de nosotros, gato, perro, hombre, mujer o niño, puede ser de sangre azul; puede ser –tal como queremos ser y tal como, escondidos en nuestros refugios, tememos no ser- alguien."
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(Salman Rushdie - Oriente, Occidente, "En la subasta de las zapatillas rubíes"). Descargar aquí.
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Zapatillas rubíes y sandalias masai.
Montaje: Susana R. Verano.
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2 comentarios:

Fingal dijo...

Siempre me desconcertará tu visión de las cosas Susana. Vale que eres realista y vale que estás cargada de razones y siempre lo argumentas bien. Pero es que apenas dejas nunca lugar para la esperanza. O será que yo soy demasiado optimista, uno de esos "suicidas envueltos en nubes de colores", como tú nos llamas. Sea como sea, siempre me gusta leerte y escucharte. Firmo donde haya que firmar. Por cierto, Salman Rushdie te pega mucho. Besazo, Housilla.

Anónimo dijo...

Hola Su. En un principio no había visto la hora en la que habías escrito este artículo y, después de la conversación mantenida, me había asustado pensando que mi sueño era comparado con esos inalcanzables zapatos rubíes.
Me encanta leerte.